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Por: Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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El mundo necesita
hombres de Estado como lo fue en su momento el conciliador presidente del
Gobierno español Adolfo Suárez, siempre dispuesto al diálogo para promover el
bienestar social de todos. En aquellos años jóvenes en los que uno comenzaba a
escribir en diversos medios de comunicación, no siempre fui comprendido al
ensalzar la figura de este hombre de amplios horizontes y de consenso. Estaba
convencido de que sería una persona irrepetible. Confieso que me tenía ganado
el corazón, aunque jamás me afilié a partido alguno. Mi pasión por escribir fue
tan profunda que opté siempre por esta vía de libertad. En cualquier caso, servidor
ya tenía claro, porque el hambre por el Estado de Derecho me había hecho
fuerte, que la democracia era una necesidad prioritaria para todos los pueblos,
en la medida que nos suministraba una protección y un ejercicio efectivo de los
derechos humanos, por los que siempre había soñado.
Indudablemente,
los hombres de Estado como Adolfo Suárez, saben que la democracia no se puede
exportar, ni tampoco imponer, es una forma de vida, una actitud de servicio,
que se tiene o no se tiene. El mérito radica en que él supo gobernar para el
pueblo, no para los suyos, que tampoco le entendieron en ocasiones, procuraba
comprender y escuchar a todos especialmente a los más débiles. Su historia está
ahí, y no seré yo quien la juzgue, pero entendió que los pueblos no desean un
gobierno autoritario y apostó sin reservas por un diálogo inclusivo en un país
diverso. Su valentía por acoger esta pluralidad fue enriquecedora. Sin duda, los
esfuerzos por ese espíritu democrático, de gobernanza consensuada, han merecido
la pena, y hemos de estarle por siempre agradecidos. En este sentido, hubo un
tiempo que los gobiernos de todo el mundo miraban a España con cierta
admiración, por esa transición ejemplar llevada a cabo por este irrepetible
líder político, que con su transparencia y actitud de servicio fortaleció el
imperio del derecho y el respeto de todos los derechos humanos y las libertades
fundamentales internacionalmente reconocidas.
Pasar de una
dictadura a la democracia sin derramamiento de sangre, a mi juicio, se debió
principalmente a esa capacidad persuasiva del consenso. Adolfo Suárez supo
pilotar como nadie el timón del Estado de Derecho, y gracias a su talento e
incondicional capacidad de trabajo, consiguió con su conocido: "puedo
prometer y prometo", avanzar hacia una ciudadanía responsable y lograr, en
aquel momento, que las formas democráticas de gobierno funcionasen debidamente.
Fue el hombre de la Democracia en España; y no sólo en el sentido de un
procedimiento frío, sino que permaneció más allá del término e hizo germinar el
fruto de la aceptación de unos para con otros, convencido de los valores que
inspiran los ordenamientos democráticos.
Suárez sabía que
debía existir consenso en valores tan sublimes como el bien común, la dignidad
de las personas y el respeto a los derechos humanos. Si en estos valores no
existiese asentimiento resultaría imposible la estabilidad democrática. Y
claro, que existieron. Por eso, su apuesta por edificar una cultura democrática
despertó un entusiasmo, en parte injertada por su apasionamiento por la
política de consenso. Al fin, todos queremos dejar oír nuestras voz.
Participar. Y ciertamente, a todos nos incumbe por igual nuestro futuro común.
Pero hay que asegurarlo con ese espíritu que tuvo Suárez de comprensión y razonamiento,
sin radicalismos intransigentes, que nos impidan convivir.
Naturalmente,
durante la transición española, la expresión consenso llegó a estar en todas
las agendas de reunión. Era el lema de moda. Y el artífice de esta práctica,
sin duda fue Adolfo Suárez. Precisamente, los pactos que dieron lugar a la
Constitución de 1978, eran las verdaderas columnas del diálogo. Está visto que
cuanto más se consensuan los aconteceres de la vida, las sociedades se vuelven
más tolerantes y sí hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de
la democracia, esto se considera un positivo signo de los tiempos. En España,
desde luego, fueron esenciales para el desarrollo estos acuerdos que tenían
como objetivo activar la convivencia por encima de cualquier propaganda
electoralista. El recurso al diálogo, sin ceder al desánimo, fue vital en un
país que en otro tiempo cultivo una incivil contienda y que dejó una huella imborrable.
De ahí la importancia de este presidente en acometer esta ardua empresa de
tejer pacientemente la trama de la reconciliación y de la pacificación, en un
instante tan crítico como oportuno. Ciertamente, nos parece un lección
altamente inspiradora para todos los que, en los momentos actuales, sientan la necesidad de servir a la
ciudadanía.
Cuentan las
crónicas que el primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez, ha muerto
rodeado de los suyos, y también de todos los españoles. Lo acaba de refrendar la persona que representa el símbolo de
unidad y permanencia, el Jefe del Estado, "mi dolor es grande, mi gratitud
permanente". Realmente ha sido un hombre aglutinador, que no escatimó
entrega para lograr un país más humano, más unido y más justo, sabiendo que una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como nos revela la historia a poco que buceemos por ella. Estos
valores no pueden sustentarse en una opinión cambiante del político de turno,
sino únicamente en el reconocimiento de una ley moral objetiva, que es siempre
el punto de advertencia y relación que tuvo el primer presidente del Gobierno
de la democracia en este país. Se nos ha ido, pero su legado queda como
referente y como referencia para todos nosotros, los que aquí continuamos. Hoy
más que nunca, a mi entender, es necesario que la opinión pública adquiera
conciencia de la importancia del consenso para entenderse y, en definitiva,
para la supervivencia de una sociedad que aspire a ser verdaderamente
democrática.
Los desafíos
globales que debe afrontar la familia humana en un futuro, nos debe hacer
reflexionar a partir de trayectorias ejemplarizantes como la de este presidente
del gobierno. Ahora, que su voz se ha apagado, tras once años de lucha contra
una enfermedad que le hizo olvidar hasta de su propia existencia, conviene que
meditemos sobre su encomiable dote, que no es otra que una lucha pacífica desde
la comprensión. No tienen sentido las relaciones de odio y lucha sangrienta, la
violencia entre los seres humanos. El presidente Suárez, supo establecer
diálogos interesantes, consenso sin violencia. El mérito es grande. El
agradecimiento es grandioso. Pienso que debemos proseguir esa misma línea, para
que la política vuelva a ser más esperanza que espectáculo, más autenticidad
que bochorno, más conciencia que negligencia, más donación que interés. Su
enseñanza, en suma, debe ayudar a respetarnos más como ciudadanos y también a
querernos como personas, para que entre todos, podamos traducir sus deseos, y
los deseos de otros, en un mundo mejor para toda la especie humana. Convivir
tiene que ser posible. Suárez, en España, lo consiguió. ¡Descanse en paz!.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
23 de marzo de 2014.-
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