Por: Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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Sabemos
que el uso de la violencia es inaceptable. Ya, en su tiempo, el perenne
político y pensador indio Mahatma Gandhi, llegó a decir que
"quisiera sufrir todas las humillaciones, todas las torturas, el
ostracismo absoluto y hasta la muerte, para impedir la violencia". Desde
luego, debiéramos hacer algo para que los desafíos sangrientos nos abandonasen.
La humanidad ha de propiciar otros cultivos más armónicos, otras atmósferas más
pacíficas, otros diálogos más verdaderos. Por otra parte, las leyes
humanitarias internacionales están para ser cumplidas. No se pueden imponer
cercos, como sucedió en Siria, que pongan en peligro vidas humanas. La espiral
de violencia desatada en Ucrania tampoco tiene justificación. No cabe duda que
vivimos tiempos de conflictos entre personas, grupos étnicos y religiosos,
gobiernos y naciones, intereses económicos y políticos, pero jamás se pueden
solventar si respondemos con más fanatismo.
Verdaderamente,
la violencia es suicida. La respuesta no
es el enfrentamiento, sino la persuasión y el diálogo. La discordia asume
formas nuevas y espantosas que debe estimularnos a otro tipo de réplicas. Hay
que pedir calma a las fuerzas económicas y políticas de los países, pero
también activar otros estímulos combativos de justicia universal. Desde luego,
sembrar en la mente de las personas la nefasta semilla ideológica del odio,
injerta una serie de luchas absurdas e innecesarias. Está visto que la lucha
armada como vía para cambiar la sociedad es una tremenda necedad, que lo único
que hace es acrecentar la agresividad, el resentimiento y la irracionalidad
permanente. Los líderes deben ser conscientes de la relación directa que hay
entre sus palabras y las acciones de sus seguidores, y deben entender que se
les pedirá responsabilidades por las violencias avivadas que hayan ordenado,
inducido o solicitado. El pueblo, también debe ser sensato, y pensar que la
intimidación crea más problemas sociales que los que resuelve.
Grave
es la responsabilidad de aquellas políticas que propician el rencor y el
resentimiento como motores de lucha. Al igual que es peligrosa la actuación de aquellos
poderes que reducen al ser humano a dimensiones puramente de mercado,
contrarias a su dignidad. Sin negar la gravedad de muchas contrariedades
impuestas y la injusticia de muchas situaciones, es imprescindible en estos
momentos proclamar una defensa tajante de los derechos humanos con los medios
necesarios y los métodos posibles. Una especie que retrocede en los valores del
comportamiento de la persona, difícilmente va a progresar humanamente. El
progreso de la vida moral es tan fundamental, si cabe aún más, que el progreso
de la ciencia y de la técnica. No olvidemos que el género humano vive en
sociedad y avanza socialmente a través de su trabajo colectivo y de su
inteligencia. Gobiernos y Estados del mundo entero deben comprender que, si no quieren enfrentarse y destruirse
mutuamente, deben unirse en el cumplimiento de las leyes humanitarias
internacionales.
No
hay otra solución, el camino de la violencia no conduce nada más que a un mar
de crímenes innecesarios. El diálogo nunca está demás, sobre todo para que
cesen las hostilidades a nivel mundial. Consecuentemente, hemos de apostar por
sociedades pacíficas que, abrazadas a la diversidad, se complementen en una
apuesta decidida por la justicia. Precisamente, la violación de dicho orden de
justicia, es lo que genera todo tipo de brutalidad y barbarie. Evidentemente, Naciones
Unidas es una acertada vía de negociación para conseguir que la cooperación
entre naciones sea posible. Por desgracia, los hechos violentos han tomado
posiciones en diversos escenarios. Ahí está su abecedario de muerte y su
lenguaje de dolor. Por eso, deseo vivamente que este espíritu cese y cada vez
se adoctrine menos y se respete más al ser humano. Tenemos que ser artífices
del cambio. Y lo primero es apelar al sentido de responsabilidad de los pueblos
y de sus líderes. A renglón seguido, hemos de requerir también a un cambio
interior de cada ciudadano, donde la sed de dominio y la prepotencia motivada
en parte por el egoísmo, se convierta en agua pasada que no mueve molino. Obviamente, nos merecemos un espacio más
conciliador y menos salvaje. Para ello, tenemos que abrazar otros horizontes
más auténticos y tomar otros caminos,
donde tengamos asegurado más que el pan, el genuino amor de cada día. Dicho
queda.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
19 de febrero de 2014.-
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